Pináculos.
Delgados y ornamentados pináculos de iglesia, alzándose muy por encima de ella mientras yacía de espaldas en el suelo y la apalizaban.
Ese fue el primer recuerdo en volver.
Después, sangre. Su sangre. Tanta sangre que ya no podía ver los pináculos, no podía ver el rostro preternaturalmente hermoso del hombre que estaba de pies sobre ella. Mirando a los otros que ahora la estaban despiezando. Sin detenerse, artísticamente, torturándola.
Cinco en total. Dos mujeres, tres hombres. Se turnaban a ratos, y a ratos colaboraban para crear nuevos e inventivos horrores que infligirle. No tan hermosos como el hombre que miraba, pero de parecida hechura – la diabólica alegría alrededor de sus ojos, la seductora curva de sus labios. Una cierta contenida, reptiliana languidez en sus movimientos. Como si el suyo fuera un linaje común, una condena parecida.
Cruda, jubilosa risa mientras la jodían en el suelo. Sus tobillos atados, sus piernas separadas y abiertas, como un hueso de los deseos a punto de partirse. Entonces su mandíbula abierta, su boca violada, mientras los otros hacían uso del resto de ella. Follándola en cualquier agujero posible y entonces, cuando se habían aburrido de esto, abriendo nuevos, innaturales canales que pudieran profanar. Y el Hermoso quieto de pie sobre ella, sin dignarse a tocarla ahora que tanto daño se había producido, pero regocijándose, un ángel maligno glorificándose en su tormento.
Entonces, como una horda de cadáveres, sus fríos labios sobre su piel.
Dientes trabajando, lenguas lamiendo. Y un placer extraño, mortecinamente erotizante – más intenso que cualquier droga que jamás hubiera probado – la recorrió y pareció hacerla respirar más rápido, sangrar más rápido, sangre y orgasmos bombeando hacia fuera de su cuerpo en una sublime explosión.
Recordó liberar su boca durante suficiente para gritar su nombre.
Entonces el indescriptible sonido de la pala al golpear su cabeza.
Reuniendo toda su voluntad, Jean Locklear intentó abrir los ojos. Tenía los párpados cosidos.
Intentó gritar, pero su boca y su garganta llenas de una sustancia seca y pegajosa.
Intentó – por primera vez en su vida rezar, y entonces se dio cuenta que fuera el que fuere el infierno donde ahora vivía, éste se encontraba lejos de los planes de Dios.
Oh, joder, oh, joder, ¿dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué coño me han hecho?
En la apestosa oscuridad, se dio cuenta de que no estaba sola. Algo palpaba y se deslizaba a lo largo de su piel donde no debería haber nada.
Le hizo cosquillas en la curva de su pezón y presionó en el pliegue de un pecho.
¿Un pecho? Aún tenía los dos pechos, ¿o no? Incapaz de levantar sus brazos, no podía averiguarlo: pero allí donde el pecho izquierdo normalmente equilibraba al derecho había ahora una sensación de vacío que inducía al vértigo.
Algo más la estaba explorando por abajo. Tanteándola suave y húmedamente, como un dedo flexible, sin huesos, luego serpenteando para enroscarse húmeda y horriblemente en la entrada devastada de su culo.
Intentó zafarse. No pudo. Su cuerpo estaba bien sujeto.
Muy bien, pensó, quizás los pináculos de la iglesia, la sangre, las caras dementes de mis atormentadores fueron un sueño.
Quizás, pensó, me pillaron por molestar otra vez al senador McNamarra, y esta vez, en lugar de avisarme o encerrarme una noche en la cárcel me han metido en un sanatorio mental. Llevo una camisa de fuerza en el recinto del Psiquiátrico Jackson y algún empleado pervertido, algún pervertido empleado que cuenta los pelos del coño de sus víctimas y que sólo viene al atardecer tiene su pulgar en mi coño y su dedo en mi culo. O la punta de su lengua. Corrección, toda su mano. Y me la está metiendo, retorciéndola, más y más arriba, esparciendo mucosidad y babas hasta mi conejo. ¡Joder, joder, joder! Sacadme de aquí. Oh, Dios, ¡sacadme de aquí!
Pero ninguna camisa de fuerza puede sujetar tan firmemente, ni ninguna lengua podía entrar tan hondo dentro de su culo. Logró separar sus labios y notó un polvo seco, que se desmenuzaba.
¿Dónde coño estoy?
La oscuridad en la que había vuelto en sí era sólida y pesada, y se apoyaba sobre ella. En unos lugares firme como un ladrillo, en otros, esponjosa y apestosa. Arenosa bajo sus párpados y sus uñas. Llenando su boca y su nariz, todos sus orificios, tanto los orificios naturales de su cuerpo como los nuevos y terribles, los cortes y los cardenales, las pequeñas, burlonas amputaciones y las punciones abiertas. Y cada una, una invitación a las cosas que se enroscaban, se arrastraban y anidaban, la colmena de una bizarra infestación tanteando las posibilidades de su cuerpo indefenso.
Su cuerpo, hirviendo de actividad y aún así pasivo, tal peso muerto de carne. Carne que, de algún modo extraño, percibía que no había sido sólo mutilado, sino reesculpido de un modo grotesco y espantoso.
Incluso peor, en su interior, más allá del rugido de sus pensamientos, yacía un silencio profundo, reverberante. Con el tiempo, supo que su mente se hundiría en ese silencio y sería aniquilada.
Muy bien, pensó, sé qué es esto. No es una camisa de fuerza. Algún tipo de atadura con privación sensorial para incrementar la tortura, y drogas para hacerme creer que estoy loca. Lo puedo soportar. Acabará. Incluso las fantasías que se van de la mano, que acaban mal, finalmente terminan tarde o temprano.
Rapunzel, Rapunzel...
Que se joda Rapunzel. Ya no quería volver a ser Rapunzel la esclava sexual. Quería volver a ser Jean Locklear de nuevo. Simplemente la vieja Jean Locklear que vivía en un apartamento sin ascensor a las afueras de Georgetown. Jean Locklear, que habría sido hermosa si se hubiera permitido comer lo suficiente y si no hubiera usado la hoja de una navaja para mutilar sus brazos y sus piernas cuando se sentía estresada.
En la Red, su nombre era Rapunzel. En la Red, podía ser cualquiera que quisiera. Una transexual fanática del látex; una a quien habían amputado las dos piernas y se excitaba cuando lamían sus prótesis; una puta sumisa del tipo “fóllame, chúpame, pégame hasta que sangre” con un pendiente en el clítoris y una barra de acero en el culo; un príncipe del porno con tendencia a follarse chicos jóvenes. Conectada era un chapero cambiante, que alteraba su sexo y gustaba del masoquismo; que se lo metía todo por el culo, por la garganta y en el coño; que se ataba con correas un consolador tamaño secretaria cuando practicaba sexo violento y se metía el puño como la más caliente zorra vestida con cuero. Mientras que en la vida real era... simplemente Jean Locklear, de veintitrés años, trabajadora a tiempo parcial en el centro comercial del sexo Vibraciones Calientes, anteriormente stripper del club Gold Coast en Arlington, adicta al sexo y una devota de los ordenadores.
Y, desde enero del año pasado, en libertad bajo fianza y enfrentada a cargos por delitos que la podrían dejar encerrada durante cinco años.
El objeto de su devoción implacable: el senador Gilbert McNamarra. Un burócrata estirado y un cabrón misógino, pero joder, si sólo entrara en razón. Tres veces después de que él la echara, había forzado la puerta de la casa de McNamarra. Se había presentado en su despacho con el pretexto de pedir un trabajo, mandado amenazas de muerte a sus novias, enviado sus bragas usadas a su casa, y llamado al aparecer el anuncio de su inminente boda en los periódicos.
Gilbert McNamarra les dijo a los policías que la próxima vez que entrara en si casa le dispararía.
Pero sólo bromeaba. Ella lo sabía. Él la deseaba tanto como ella a él. La amaba, incluso. Lo sabía. Lo sabía aunque él intentaba ocultarlo con palabras duras y expresiones feroces. El temblor que había en su voz cuando intentaba aparentar que estaba furioso traicionaba la profundidad de sus emociones. Y en las ocasiones en las que él había cedido y habían hecho el amor, con qué celo descargó su rabia sobre ella. Cuán ardientemente usaba la fusta, con qué placer le ensanchaba el culo y le ordenaba que fuera gateando hacia él, arrastrándose por el suelo sobre sus rodillas y sus manos como la perra que era. Su exmujer no lo había dado eso. Sus novias no se lo daban. Sólo ella, Jean Locklear, le proporcionaba la mayor excitación, alguien dispuesto a ser abusado, humillado. La amaba. Simplemente estaba demasiado cerrado emocionalmente para admitirlo.
¿Pudo Gilbert McNamarra haberle hecho esto? ¿Haberle hecho una mala jugada para tirarla luego en cualquier sitio? ¿Haberla abandonado para que muriera o enloqueciera?
“Estoy segura de que a tus votantes les gustaría saber cómo al recto y temeroso de Dios Gilbert McNamarra le gusta vestirme como si fuera una colegiala de diez años y follarme por el culo.”
Y entonces, unos días después: “Llámame. Sólo llámame. Si no me llamas, la próxima vez me suicido. Lo haré.” Este fue el último mensaje que le había dejado en el contestador.
Personalidad obsesiva, había dicho el psiquiatra. Potencialmente peligrosa para otros y para sí misma. Bueno, quizás esta vez había llevado el juego demasiado lejos. Quizás.
Pero no se traba de eso. Intentó reajustar sus pensamientos, intentó recordar qué había sucedido más recientemente y lo que le volvió a la memoria fueron... Pináculos. Pináculos de iglesia recortándose contra el cielo nublado. Atravesando un gajo de luna. Y las caras, salvajes y terribles, de quienes la violaron, la desmontaron y la torturaron.
Intentó quedarse quieta, apaciguar su pánico. Intentó volver a moverse y encontró imposible que estuviera en su tumba, sabía que su mente se quebraría.
"Rapunzel, Rapunzel, déjame arrancarte las tetas–
Intentó recordar lo que había sucedido y sólo tenía la memoria de una sensación – puro terror y dolor más allá de su fantasía más oscura – y el tono que uno de ellos cloqueado, un tarareo obsceno en lo que quedaba de su oído.
...y tu boca y tu conejito, y todos los bocados más tiernos.”
Había tanta sangre fluyendo de sus heridas que la tierra se tornó negra. Su sangre también lo empapó a él, su hermoso amante, con sus ojos negros, brillantes y la mirada de reojo de un necrófilo cuando la tocó y encontró que se había enfriado.
Pináculos de iglesia atravesando el cielo como agujas el brazo de un yonkie. Entonces recordó que la llevaron, la arrastraron. Había tantos de ellos, y todos se turnaron para matarla. Matarla hasta que de algún modo pasó de la agonía al orgasmo, hasta que cruzó el umbral del dolor hacia algo distinto.
Por primera vez desde que había recuperado la conciencia, algo distinto al terror surgió en ella.
Ansia. Intensa e inenarrable. Una necesidad de lujuria primitiva que se expandía a través de sus sinapsis mal conectadas, la vil atracción de lo innombrable. Entendió que no había muerto. Quizás Jean Locklear, pero no Rapunzel.
Rapunzel vivía y deseaba y quería.
Rapunzel estaba necesitada.
"Rapunzel, Rapunzel, déjame cortarte el pelo.”
Rapunzel quería a su amante. Quería correrse ahora.
Házmelo, házmelo, más, más, más.
Abrió su boca llena de arena e intentó gritar.
Entonces la oscuridad creció en su interior, llenándola toda, sofocando lo que quedaba de humano en su interior. Jean Locklear podía estar muerta, pero no Rapunzel.
Y empezó a cavar.
Este cuento pertenece a la White Wolf. Lo encontré por ahí. No es mío.